Señoras y señores:

Siempre que hablo ante mucha gente me parece que me he equivocado de puerta. Unas manos amigas me han empujado y me encuentro aquí. La mitad de la gente va perdida entre telones, árboles pintados y fuentes de hojalata y, cuando creen encontrar su cuarto o círculo de tibio sol, se encuentran con un caimán que los traga o… con el público como yo en este momento. Y hoy no tengo más espectáculo que una poesía amarga, pero viva, que creo podrá abrir sus ojos a fuerza de latigazos que yo le dé.

He dicho «un poeta en Nueva York» y he debido decir «Nueva York en un poeta». Un poeta que soy yo. Lisa y llanamente; que no tengo ingenio ni talento pero que logro escaparme por un bisel turbio de este espejo del día, a veces antes que muchos niños. Un poeta que viene a esta sala y quiere hacerse la ilusión de que está en su cuarto y que vosotros… ustedes sois mis amigos, que no hay poesía escrita sin ojos esclavos del verso oscuro ni poesía hablada sin orejas dóciles, orejas amigas donde la palabra que mana lleve por ellas sangre a los labios o cielo a la frente del que oye.

De todos modos hay que ser claro. Yo no vengo hoy para entretener a ustedes. Ni quiero, ni me importa, ni me da la gana. Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila porque lo que voy a hacer no es una conferencia, es una lectura de poesías, carne mía, alegría mía y sentimiento mío, y yo necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas. Y ésta es la lucha; porque yo quiero con vehemencia comunicarme con vosotros ya que he venido, ya que estoy aquí, ya que salgo por un instante de mi largo silencio poético y no quiero daros miel, porque no tengo, sino arena o cicuta o agua salada. Lucha cuerpo a cuerpo en la cual no me importa ser vencido.

Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de san Sebastián.

Así pues, antes de leer en voz alta y delante de muchas criaturas unos poemas, lo primero que hay que hacer es pedir ayuda al duende, que es la única manera de que todos se enteren sin ayuda de inteligencia ni aparato crítico, salvando de modo instantáneo la difícil comprensión de la metáfora y cazando, con la misma velocidad que la voz, el diseño rítmico del poema. Porque la calidad de una poesía de un poeta no se puede apreciar nunca a la primera lectura, y más esta clase de poemas que voy a leer que, por estar llenos de hechos poéticos dentro exclusivamente de una lógica lírica y trabados tupidamente sobre el sentimiento humano y la arquitectura del poema, no son aptos para ser comprendidos rápidamente sin la ayuda cordial del duende.

De todos modos, yo, como hombre y como poeta, tengo una gran capa pluvial, la capa del «tú tienes la culpa», que cuelgo sobre los hombros de todo el que viene a pedirme explicaciones a mí, a mí que no puedo explicar nada sino balbucir el fuego que me quema.

*

No os voy a decir lo que es Nueva York por fuera, porque, juntamente con Moscú, son las dos ciudades antagónicas sobre las cuales se vierte ahora un río de libros descriptivos; ni voy a narrar un viaje, pero sí mi reacción lírica con toda sinceridad y sencillez; sinceridad y sencillez dificilísimas a los intelectuales pero fácil al poeta. Para venir aquí he vencido ya mi pudor poético.

Los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia. En una primera ojeada, el ritmo puede parecer alegría, pero cuando se observa el mecanismo de la vida social y la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, se comprende aquella típica angustia vacía que hace perdonable, por evasión, hasta el crimen y el bandidaje.

Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria. Las aristas góticas manan del corazón de los viejos muertos enterrados; éstas ascienden frías con una belleza sin raíces ni ansia final, torpemente seguras, sin lograr vencer y superar, como en la arquitectura espiritual sucede, la intención siempre inferior del arquitecto. Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre. Nieves, lluvias y nieblas subrayan, mojan, tapan las inmensas torres, pero éstas, ciegas a todo juego, expresan su intención fría, enemiga de misterio, y cortan los cabellos a la lluvia o hacen visibles sus tres mil espadas a través del cisne suave de la niebla.

La impresión de que aquel inmenso mundo no tiene raíz, os capta a los pocos días de llegar y comprendéis de manera perfecta cómo el vidente Edgar Poe tuvo que abrazarse a lo misterioso y al hervor cordial de la embriaguez en aquel mundo.

Yo solo y errante evocaba mi infancia de esta manera:

«1910. Intermedio».

Yo, solo y errante, agotado por el ritmo de los inmensos letreros luminosos de Times Square, huía en este pequeño poema del inmenso ejército de ventanas donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o dialogar con una de esas delicadas brisas que tercamente envía el mar sin tener jamás una respuesta:

«Vuelta de paseo».

Pero hay que salir a la ciudad y hay que vencerla, no se puede uno entregar a las reacciones líricas sin haberse rozado con las personas de las avenidas y con la baraja de hombres de todo el mundo.

Y me lanzo a la calle y me encuentro con los negros. En Nueva York se dan cita las razas de toda la tierra, pero chinos, armenios, rusos, alemanes siguen siendo extranjeros. Todos menos los negros. Es indudable que ellos ejercen enorme influencia en Norteamérica y, pese a quien pese, son lo más espiritual y lo más delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pereza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actuales.

Si se recorre el Bronx o Brooklyn, donde están los americanos rubios, se siente como algo sordo, como de gentes que aman los muros porque detienen la mirada; un reloj en cada casa y un Dios a quien sólo se atisba la planta de los pies. En cambio, en el barrio negro hay como un constante cambio de sonrisas, un temblor profundo de tierra que oxida las columnas de níquel y algún niñito herido te ofrece su tarta de manzanas si lo miras con insistencia.

Yo bajaba muchas mañanas desde la universidad donde vivía y donde era no el terrible mister Lorca de mis profesores sino el insólito sleepy boy de las camareras, para verlos bailar y saber qué pensaban, porque es la danza la única forma de su dolor y la expresión aguda de su sentimiento, y escribí este poema:

«Norma y paraíso de los negros».

Pero todavía no era esto. Norma estética y paraíso azul no era lo que tenía delante de los ojos. Lo que yo miraba y paseaba y soñaba era el gran barrio negro de Harlem, la ciudad negra más importante del mundo, donde lo lúbrico tiene un acento de inocencia que lo hace perturbador y religioso. Barrio de casas rojizas lleno de pianolas, radios y cines, pero con una característica típica de raza que es el recelo. Puertas entornadas, niños de pórfido que temen a las gentes ricas de Park Avenue, fonógrafos que interrumpen de manera brusca su canto. Espera de los enemigos que pueden llegar por East River y señalar de modo exacto el sitio donde duermen los ídolos. Yo quería hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario, esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas, con el perpetuo susto de que se les olvide un día encender la estufa de gas o guiar el automóvil o abrocharse el cuello almidonado o de clavarse el tenedor en un ojo. Porque los inventos no son suyos, viven de prestado y los padrazos negros han de mantener una disciplina estrecha en el hogar para que la mujer y los hijos no adoren los discos de la gramola o se coman las llantas del auto.

En aquel hervor, sin embargo, hay un ansia de nación bien perceptible a todos los visitantes y, si a veces se dan en espectáculo, guardan siempre un fondo espiritual insobornable. Yo vi en un cabaret —Small Paradise— cuya masa de público danzante era negra, mojada y grumosa como una caja de huevas de caviar, una bailarina desnuda que se agitaba convulsamente bajo una invisible lluvia de fuego. Pero, cuando todo el mundo gritaba como creyéndola poseída por el ritmo, pude sorprender un momento en sus ojos la reserva, la lejanía, la certeza de su ausencia ante el público de extranjeros y americanos que la admiraba. Como ella era todo Harlem.

Otra vez, vi a una niña negrita montada en bicicleta. Nada más enternecedor. Las piernas ahumadas, los dientes fríos en el rosa moribundo de los labios, la cabeza apelotonada con pelo de oveja. La miré fijamente y ella me miró. Pero mi mirada decía: «Niña, ¿por qué vas en bicicleta? ¿Puede una negrita montar en ese aparato? ¿Es tuyo? ¿Dónde lo has robado? ¿Crees que sabes guiarlo?». Y, efectivamente, dio una voltereta y se cayó con piernas y con ruedas por una suave pendiente.

Pero yo protestaba todos los días. Protestaba de ver a los muchachillos negros degollados por los cuellos duros, con trajes y botas violentas, sacando las escupideras de hombres fríos que hablan como patos.

Protestaba de toda esta carne robada al paraíso, manejada por judíos de nariz gélida y alma secante, y protestaba de lo más triste, de que los negros no quieran ser negros, de que se inventen pomadas para quitar el delicioso rizado del cabello, y polvos que vuelven la cara gris, y jarabes que ensanchan la cintura y marchitan el suculento kaki de los labios.

Protestaba, y una prueba de ello es esta oda al rey de Harlem, espíritu de la raza negra, y un grito de aliento para los que tiemblan, recelan y buscan torpemente la carne de las mujeres blancas.

Y, sin embargo, lo verdaderamente salvaje y frenético de Nueva York, no es Harlem. Hay vaho humano y gritos infantiles y hay hogares y hay hierbas y dolor que tiene consuelo y herida que tiene dulce vendaje.

Lo impresionante por frío y por cruel es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra y la muerte llega con él. En ningún sitio del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu: manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demoníaco del presente. Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo será siempre igual, y que su deber consiste en mover aquella gran máquina día y noche y siempre. Resultado perfecto de una moral protestante, que yo, como español típico, a Dios gracias, me crispaba los nervios.

Yo tuve la suerte de ver por mis ojos, el último crack en que se perdieron varios billones de dólares, un verdadero tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar, y jamás, entre varios suicidas, gentes histéricas y grupos desmayados, he sentido la impresión de la muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada más, como en aquel instante, porque era un espectáculo terrible pero sin grandeza. Y yo que soy de un país donde, como dice el gran padre Unamuno, «sube por la noche la tierra al cielo», sentía como un ansia divina de bombardear todo aquel desfiladero de sombra por donde las ambulancias se llevaban a los suicidas con las manos llenas de anillos.

Por eso yo puse allí esta danza de la muerte. El mascarón típico africano, muerte verdaderamente muerta, sin ángeles ni resurrexit, muerte alejada de todo espíritu, bárbara y primitiva como los Estados Unidos que no han luchado ni lucharán por el cielo.

Y la multitud. Nadie puede darse cuenta exacta de lo que es una multitud neoyorquina; es decir, lo sabía Walt Whitman que buscaba en ella soledades, y lo sabe T.S. Eliot que la estruja en un poema, como un limón, para sacar de ella ratas heridas, sombreros mojados y sombras fluviales.

Pero, si a esto se une que esa multitud está borracha, tendremos uno de los espectáculos vitales más intensos que se pueden contemplar.

Coney Island es una gran feria a la cual los domingos de verano acuden más de un millón de criaturas. Beben, gritan, comen, se revuelcan y dejan el mar lleno de periódicos y las calles abarrotadas de latas, de cigarros apagados, de mordiscos, de zapatos sin tacón. Vuelve la muchedumbre de la feria cantando y vomita en grupos de cien personas apoyadas sobre las barandillas de los embarcaderos, y orina en grupos de mil en los rincones, sobre los barcos abandonados y sobre los monumentos de Garibaldi o el soldado desconocido.

Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español y más todavía si éste es hombre del sur. Porque, si te caes, serás atropellado, y, si resbalas al agua, arrojarán sobre ti los papeles de las meriendas.

El rumor de esta terrible multitud llena todo el domingo de Nueva York golpeando los pavimentos huecos con un ritmo de tropel de caballo.

La soledad de los poemas que hice de la multitud riman con otros del mismo estilo que no puedo leer por falta de tiempo, como los nocturnos del Brooklyn Bridge y el anochecer en Battery Place, donde marineros y mujercillas y soldados y policías bailan sobre un mar cansado, donde pastan las vacas sirenas y deambulan campanas y boyas mugidoras.

Llega el mes de agosto y con el calor, estilo ecijano, que asola a Nueva York, tengo que marchar al campo.

Lago verde, paisaje de abetos. De pronto, en el bosque, una rueca abandonada. Vivo en casa de unos campesinos. Una niña, Mary, que come miel de arce, y un niño, Stanton, que toca un arpa judía, me acompañan y me enseñan con paciencia la lista de los presidentes de Norteamérica. Cuando llegamos al gran Lincoln saludan militarmente. El padre del niño Stanton tiene cuatro caballos ciegos que compró en la aldea de Eden Mills. La madre está casi siempre con fiebre. Yo corro, bebo buen agua y se me endulza el ánimo entre los abetos y mis pequeños amigos. Me presentan a las señoritas de Tyler, descendientes pobrísimas del antiguo presidente, que viven en una cabaña, hacen fotografías que titulan «silencio exquisito» y tocan en una increíble espineta canciones de la época heroica de Washington. Son viejas y usan pantalones para que las zarzas no las arañen porque son muy pequeñitas, pero tienen hermosos cabellos blancos y, cogidas de la mano, oyen algunas canciones que yo improviso en la espineta, exclusivamente para ellas. A veces me invitan a comer y me dan sólo té y algunos trozos de queso, pero me hacen constar que la tetera es de China auténtica y que la infusión tiene algunos jazmines. A finales de agosto me llevaron a su cabaña y me dijeron: «¿No sabe usted que ya llega el otoño?». Efectivamente, por encima de las mesas y en la espineta y rodeando el retrato de Tyler estaban las hojas y los pámpanos amarillos, rojizos y naranjas más hermosos que he visto en mi vida.

En aquel ambiente, naturalmente, mi poesía tomó el tono del bosque. Cansado de Nueva York y anhelante de las pobres cosas vivas más insignificantes, escribí un insectario que no puedo leer entero pero del que destaco este principio en el cual pido ayuda a la Virgen, a la Ave Maris Stella de aquellas deliciosas gentes que eran católicas, para cantar a los insectos, que viven su vida volando y alabando a Dios Nuestro Señor con sus diminutos instrumentos.

Pero un día la pequeña Mary se cayó a un pozo y la sacaron ahogada. No está bien que yo diga aquí el profundo dolor, la desesperación auténtica que yo tuve aquel día. Eso se queda para los árboles y las paredes que me vieron. Inmediatamente recordé aquella otra niña granadina que vi yo sacar del aljibe, las manecitas enredadas en los garfios y la cabeza golpeando contra las paredes, y las dos niñas, Mary y la otra, se me hicieron una sola que lloraba sin poder salir del círculo del pozo dentro de esa agua parada que no desemboca nunca:

«Niña ahogada en el pozo. Granada y Newburg».

Con la niña muerta ya no podía estar en la casa. Stanton comía con cara triste la miel de arce que había dejado su hermana, y las divinas señoritas de Tyler estaban como locas en el bosque haciendo fotos del otoño para obsequiarme.

Yo bajaba al lago y el silencio del agua, el cuco, etc., etc., hacía que no pudiera estar sentado de ninguna manera porque en todas las posturas me sentía litografía romántica con el siguiente pie: «Federico dejaba vagar su pensamiento». Pero, al fin, un espléndido verso de Garcilaso me arrebató esta testarudez plástica. Un verso de Garcilaso:

Nuestro ganado pace. El viento espira.

Y nació este poema doble del lago de Eden Mills.

Se termina el veraneo porque Saturno detiene los trenes, y he de volver a Nueva York. La niña ahogada, Stanton niño «come-azúcar», los caballos ciegos y las señoritas pantalonísticas me acompañan largo rato.

El tren corre por la raya del Canadá y yo me siento desgraciado y ausente de mis pequeños amigos. La niña se aleja por el pozo rodeada de ángeles verdes, y en el pecho del niño comienza a brotar, como el salitre en la pared húmeda, la cruel estrella de los policías norteamericanos.

Después… otra vez el ritmo frenético de Nueva York. Pero ya no me sorprende, conozco el mecanismo de las calles, hablo con la gente, penetro un poco más en la vida social y la denuncio. Y la denuncio porque vengo del campo y creo que lo más importante no es el hombre.

El tiempo pasa; ya no es hora prudente de decir más poemas y nos tenemos que marchar de Nueva York. Dejo de leer los poemas de la Navidad y los poemas del puerto, pero algún día los leerán, si les interesa, en el libro.

El tiempo pasa y ya estoy en el barco que me separa de la urbe aulladora, hacia las hermosas islas Antillas.

La primera impresión de que aquel mundo no tiene raíz, perdura…

porque si la rueda olvida su fórmula

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos,

y si una llama quema los helados proyectos

el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.

Arista y ritmo, forma y angustia, se los va tragando el cielo. Ya no hay lucha de torre y nube, ni los enjambres de ventanas se comen más de la mitad de la noche. Peces voladores tejen húmedas guirnaldas, y el cielo, como la terrible mujerona azul de Picasso, corre con los brazos abiertos a lo largo del mar.

El cielo ha triunfado del rascacielo, pero ahora la arquitectura de Nueva York se me aparece como algo prodigioso, algo que, descartada la intención, llega a conmover como un espectáculo natural de montaña o desierto. El Chrysler Building se defiende del sol con un enorme pico de plata, y puentes, barcos, ferrocarriles y hombres los veo encadenados y sordos; encadenados por un sistema económico cruel al que pronto habrá que cortar el cuello, y sordos por sobra de disciplina y falta de la imprescindible dosis de locura.

De todos modos me separaba de Nueva York con sentimiento y con admiración profunda. Dejaba muchos amigos y había recibido la experiencia más útil de mi vida. Tengo que darle gracias por muchas cosas, especialmente por los azules de oleografía y los verdes de estampa británica con que la orilla de New Jersey me obsequiaba en mis paseos con Anita, la india portuguesa, y Sofía Megwinov, la rusa portorriqueña, y por aquel divino aquarium y aquella casa de fieras donde yo me sentí niño y me acordé de todos los del mundo.

Pero el barco se aleja y comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española.

¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?

Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez.

La Habana surge entre cañaverales y ruido de maracas, cornetas chinas y marimbas. Y en el puerto, ¿quién sale a recibirme? Sale la morena Trinidad de mi niñez, aquella que se paseaba por el muelle de La Habana, por el muelle de La Habana paseaba una mañana.

Y salen los negros con sus ritmos que yo descubro típicos del gran pueblo andaluz, negritos sin drama que ponen los ojos en blanco y dicen: «Nosotros somos latinos».

Con las tres grandes líneas horizontales, línea de cañaveral, línea de terrazas y línea de palmeras, mil negras con las mejillas teñidas de naranja, como si tuvieran cincuenta grados de fiebre, bailan este son que yo compuse y que llega como una brisa de la isla:

Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba